miércoles, 15 de octubre de 2014

Lo que no dormí en San Sebastián, Parte IV. Relatos Salvajes

El humor negro es, y anuncio desde ya mismo un insufrible cúmulo de disertaciones a la cual más afectada y ridícula, una de las mejores cosas de la vida, una que no se ha de preocupar por otorgarle a ésta algún sentido sino de, en cambio, ilustrar sus más numerosos sinsentidos con un atrevimiento y amplitud de miras mucho mayores de los que, por regla general, pudieran ofrecer el melodrama o la tragedia. El humor negro es, asimismo, libertad, no conoce fronteras como no sea para derribarlas con gozosa arrogancia, y una vez a horcajadas sobre los escombros, reflexionar sobre su maltrecho legado. El humor negro es democracia. El humor negro ofrece un espectro vasto y caótico de abigarradas posibilidades en el que todo el mundo puede incurrir si tiene los redaños suficientes, si se acaba atreviendo a abrazar el desafío que supone la más absoluta y auténtica de las libertades de expresión. Y el humor negro, encima, ofrece también la posibilidad de luego, si queda algo de tiempo y ganas, reírse de todos aquellos que alguna vez quisieron coartarlo o destruirlo.
   Yo amo el humor negro, y si bien por humildad y memoria histórica no podría calificarlo como mi tipo de humor favorito (tal honor recaería sobre un "humor amarillo" más generalista que, desde luego, abarcaría muchísimos otros tipos de humores, desde el negro al blanco pasando por el absurdo y, tan inevitable como penosamente, el inteligente), sí creo que es el que garantiza la carcajada más liberadora, que es aquélla que es concebida ya previamente despojada de prejuicios, y que una vez que nace tiene algo de retador, de iconoclasta, de autoafirmativo. Esa carcajada nos define como individuos más o menos sabios, más o menos amargados, más o menos cínicos y, sobre todo, como individuos a los que simplemente les gusta reír. De lo que sea. Porque ésa es otra de las grandes virtudes del humor negro: todo vale...

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   ...en principio. Tuve mucho tiempo de pensar en el humor negro como concepto la tarde en que vi Relatos Salvajes, de Damián Szifrón, en ese teatro, maravilla para cualquiera de los cinco sentidos, llamado Victoria Eugenia, dentro del marco de la 62 Edición del Festival de San Sebastián. Tuve mucho tiempo porque, lo que es reír, me reí poco. No era la primera vez que entraba en aquel rutilante y majestuoso edificio, pero sí sería, lamentablemente, la última. Mis compañeros del Jurado Joven y yo (esta extracción del yo, únicamente sintáctica por el momento, acabaría resultando muy significativa), habíamos visto en jornadas anteriores tanto a la maravillosérrima Jessica Chastain presentando una película que no merece valoración más documentada que la de "tostón" (La desaparición de Eleanor Rigby, originalmente dos películas juntas y revueltas en una que no merece el esfuerzo ni de los más contumaces lectores de Paulo Coelho, ni de los más desinformados beatlemaníacos, ni de nadie en absoluto), como una notabilísima película de Sección Oficial que nadie, hoy día, recuerda (Casanova Variations, protagonizada por el ególatra John Malkovich, que bien merecería su propio post pero que lo más seguro se acabe conformando con un lugar de honor en el compendio de mis experiencias metacinéfilo-teatral-operísticas). El caso. Aquella tarde, previamente a disfrutar (yo quería disfrutar, os lo aseguro) de Relatos Salvajes, varios ilustres personajes se pasaron por el escenario del Victoria Eugenia.
   Dichos personajes eran, en orden de candoroso prestigio en lo que a mí respecta, Ricardo Darín, Pedro Almodóvar, Leonardo Sbaraglia, Damián Szifrón y un actor al que no conocían ni en su casa a la hora de comer y que, luego de la proyección de la película, tampoco empezaron a hacerlo. El día anterior había sido el cumpleaños de Pedro Almodóvar, y el productor de Relatos Salvajes, aparte de dejarse recordar tan señera fecha (que supongo que en un futuro no muy lejano acabará rubricándose fiesta nacional), nos reveló que, años ha, el Festival de San Sebastián acogió el estreno de su primera película: Pepi, Luci, Bom, y otras chicas del montón. Todos aplaudieron, claro, bien porque no habían tenido nunca oportunidad de verla o bien porque, aun habiéndola visto y habiendo quedado, pues no se puede quedar de otro modo, traumatizados para toda una vida, sabían que los inicios son difíciles, y si eres un genio más. Luego el resto de señores también habló un poco, destacando a Ricardo Darín y a Leonardo Sbaraglia, quienes mantuvieron un desconcertante diálogo acerca de un número musical que habían preparado con no sé quién, que igual ahora lo hacían, ay no, ahora no porque el boludo este no ha acudido, al final sí, al final no, y tal. No hubo número ni cosa parecida, claro, y hubieron de hacer como que no pasaba nada valiéndose de su saber estar y su vacilona argentinidad ante la cara de póker de toda la platea, que reflexionaba en torno a un chiste que nadie estaba seguro de que fuera tal. Y así fue el primer momento de post-humor de la velada, entendido el post-humor como una broma de etimología dudosa que te puede hacer gracia o no, pero que en cualquier caso al emisor se la trae floja si no te la hace.

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Por ahí vagabundeaba yo, sin imaginar el trauma que me aguardaba

   Relatos Salvajes no es una película de humor negro, sino de post-humor, y de post-humor del malo, de ése cuya proverbial incomodidad se extrae de la manifiesta ignorancia que Damián Szifrón (director y guionista) muestra tener en torno a la manipulación de los mecanismos de humor negro que tan flemáticamente dice abanderar, no sólo fracasando en torno a conseguir cierta efectividad, sino metiéndose de paso en un jardín que flipas. El hombre se ha guisado y se ha comido hasta seis cortometrajes, y luego los ha juntado, asumo que en un orden no lo suficientemente meditado, en una sola película, ya que, según él, están inextricablemente unidos en cuanto a la temática. Y qué puta temática es esa, me preguntaba yo furibundo una vez la película concluyó, y las opiniones tan entusiasmadas de mis semejantes tenían a bien relegarme al ostracismo cultural. Uno de los ostracismos, por cierto, más enervantes que imaginarse pueda.
   Si estos Relatos Salvajes tienen efectivamente algo en común no es sino el exceso y la torpeza con el que éste ha sido gestionado. Un exceso, valga lo rimbombante de la expresión, tan mal medido, tan catastrófico, que acaba por resultar francamente desagradable. En pos de remediarlo, poco pueden hacer sorprendentes introducciones (Relato #1), discretos divertimentos destroyer (Relato #3) o buenas ideas desaprovechadas (Relato #5), porque la pifia de Szifrón es general. El dire ha confundido lo negro con lo absurdo, lo sarcástico con lo mezquino, las churras con las merinas, y ni siquiera ha sido demasiado original a lo largo del proceso. Ha fundamentado la diversión en ver cómo un conjunto de personas sufre injusticias o maltratos por parte de diversos desalmados para luego perder los estribos y vengarse de mil y una maneras. Sobre el papel no tiene mala pinta, pues asociamos la idea con la caricatura, la farsa, con un buen terruño, en fin, en el que sembrar el humor negro y éste fructifique en carcajadas autoconscientes.

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Los protagonistas del esperpento

   En lugar de eso tenemos, como paradigma, la historia protagonizada por Ricardo Darín. Relato #4. En la que, sí, el susodicho hace de un pobre hombre al que la sociedad putea de manera supuestamente hilarante. Bien. Para empezar, poner a Ricardo Darín como protagonista de un relato de estas características es un soberano despropósito. El actor, uno de los mejores del panorama mundial, es el jodido Morgan Freeman de la lengua cervantina, y personaje que coge, por muy plano que sea, personaje con el que vas a empatizar. Y, atención, la empatía es la muerte del humor negro. Es lo que impide que puedas ver las cosas desde una distancia prudente y puedas extraerle todo su jugo tragicómico, y es lo que hace que puedas llegar a pasarlo realmente mal con una película como, por ejemplo, Fargo. Un espectador más insensible que yo podría haber sorteado este obstáculo y no pasaría nada, mejor para él, supondría, así se ríe y se lo pasa bien y todos contentos menos, obvio, Darín. Y yo. El verdadero problema llega cuando la susodicha empatía se pliega a las circunstancias y se las apaña para manipular la mismísima escala de valores del respetable, en cuanto a la siguiente escena: (SPOILER) Ricardo Darín dinamita un edificio entero como, él piensa, justa retribución a los desmanes sufridos. ¿Y cómo reacciona entonces el público del humanista y por lo demás honorable Teatro Victoria Eugenia? Aplaude. Con alborozo, con furiosa alegría. Aplaude semejante muestra de violencia desmedida y cruel. La justificación de éste, luego de trasnochadas reciminaciones, no se hace esperar. "Es que es humor negro". Y antes de eso ha vuelto a aplaudir, con más fuerza si cabe, cuando el personaje de Darín, dentro del inquietante microcosmos de la película que ya es nuestro propio microcosmos, se hace famoso por semejante "hazaña", y es considerado un héroe con todas las letras por sus actos, no hay otro modo de llamarlos, terroristas.
   Esto, aparte de ser una copia burda e inmoral de Taxi Driver, es una barbaridad, una perversión de esos fundamentos del humor negro que Ricardo Darín, sin darse cuenta el pobrecín, acaba de dinamitar también. El humor negro no se aplaude, no se debe aplaudir, su naturaleza no ha de permitirlo. El aplauso es sumisión, es tomar partido, es celebración, se aleja totalmente del ingrediente básico del humor negro que, más que la risa, conseguida o no, es el distanciamiento y la reflexión derivada. En el segmento del hijo de la novia no hay distanciamiento, no nos lo permite ni el actor ni el carácter cotidiano de las afrentas, y tampoco hay una reflexión subyacente, como no sea una mucho más profunda y corrosiva que la que se aprecia a simple vista, una que debería acudir al socorrido argumento de lo puta mierda que es el ser humano. Y en cualquier caso, y todo lo modestamente que soy capaz, que no es mucho, pienso que esa supuesta reflexión no fue captada por ninguno de los espectadores que aplaudían. O, más bien, prefiero no pensarlo, porque de lo contrario significaría que todos ellos festejaban lo puta mierda que es el ser humano. Y eso ya, no sé, es como demasiado jebi.

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"¿Me estás copiando a mí, boludo?"

   Vamos, que todo es un lío, que el humor negro hay que saber trabajarlo, pulirlo bien, pensarlo caray, porque si no te metes en un sindiós metafísico tan épico como éste que he tratado, seguramente en balde, de desentrañar. Y una película tan floja como ésta no debería dar ni para eso. Dudo, así las cosas, que Damián Szifrón haya pretendido hacer algo tan profundo como lo que mis anteriores líneas esbozabam, sobre todo al examinar historias tan pedestres y básicas como la protagonizada por Leonardo Sbaraglia (el ya mencionado Relato #3) o la de la novia (Relato #6), segmento este último que de tan grotesco que es acaba pareciendo una mezcla de Almodóvar, olé ese productor, y Von Trier, sin por supuesto una cuarta parte de la gracia de éstos.
   Por otro lado, la película está muy bien hecha y muy bien interpretada, y está rodada en argentino, que siempre es un plus. Al margen de esto, como digo, me ha resultado una obra repugnante. Y lo mejor de todo es que he sido el único.

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