domingo, 11 de enero de 2015

De qué hablamos cuando hablamos de cine

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A la hora de hacer memoria, una sincera y documentada, y verdaderamente libre de vergüenzas toreras, son bien escasos los beneficios que me ha reportado el cursar la carrera de Comunicación Audiovisual. Yo ya amaba el cine antes de entrar en una clase a que me hablaran de los Lumière, de Tarkovski, de Yasujiro Ozu o de su puta madre, y salí, por mucho que trataran de empujarme a lo contrario, igualmente amándolo. Lo único sorprendente fue, al cabo, descubrir que amaba, como todos mis compañeros, los planos secuencia. Osea, es que los planos secuencia eran la polla en vinagre. ¿Que no? Calla que no tienes ni idea. Pensemos en todos los grandes directores. Jean Renoir, Orson Welles, García Berlanga, Alfred Hitchcock, Martin Scorsese, Paul Thomas Anderson... Todos unos fieras, todos alivianándole la labor al señor del montaje. Que hubiera un plano secuencia en cierta película, por muy chusco u obvio que fuera éste, daba la justa medida de lo jodidamente bueno que era el director, de lo notable y encomiable de sus esfuerzos, y de lo que molaba a la salida del cine preguntarles a tus colegas ingenieros si se habían fijado en tal o cual escena, en lo bien rodada que estaba. Era bonito en cierto modo, porque sólo entonces, cuando decías con mucha flema esas dos palabras mágicas, tus colegas te miraban como si supieras de qué carallo estabas hablando. O al menos a mí me dio esa impresión. Yo qué sé. Ahora que lo pienso, este blog tiene que ver mucho con situaciones de dicho cariz.
   El caso es que, en su último trabajo, Alejandro González Iñárritu se caga en los planos secuencia. Sin piedad. A decir verdad se caga en todo, lo que se dice todo, y el plano secuencia (y, por tanto, el buque insignia del cine de autor) no es más que la víctima colateral, oportunamente caída en el tiempo en que Peter Jackson se permite rodar un barril rodando sin pestañear, los Vengadores lucen que te cagas en travelling, y la gente comenta por Twitter lo genialmente resuelta que está no sé qué escena de True Detective. Es decir, en el tiempo en que el concepto está desvirtuado y próximo a no significar una mierda. El tiempo de la decadencia vital y absoluta. El tiempo de Birdman. O, lo que viene a ser lo mismo, de aquél en el que la ignorancia, a veces, es la mejor y más preferible virtud.

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   El último trabajo de Alejandro González Iñárritu (tristemente el único que he visto suyo, en descargo de veinte minutos de Amores perros que me tumbaron por necesitar urgentemente de subtítulos y no disponer de tales), es una de las cumbres de la Historia del Cine, no tanto en cuanto a sus numerosísimos dones como a su primigenia concepción y apuesta estética. Por un lado, Birdman propone uno de los juegos metacinematográficos más audaces jamás vistos, traducido en capas y capas de símbolos y significados en los que Michael Keaton haciendo de pobre actorzuelo con ínfulas encasillado tras una máscara es sólo la punta del iceberg. Y, por otro, lo que os venía diciendo, que Birdman se compone de un plano secuencia de dos horas; más falso que un político, sí, pero UN PLANO SECUENCIA DE DOS HORAS. Imaginaos para la de pajas que da eso, y aún así tampoco os haréis una idea aproximada.
   Al margen del poderosísimo componente estético y de la pantagruélica decisión de presentar una película tan furiosamente consciente de sí misma que a ver quién tiene huevos de sacarle pegas (yo los tendré y se las sacaré, pero todo a su tiempo), Birdman nos permite disfrutar de actores no sólo en efervescente estado de gracia, sino también de personajes modélicos a los que sacan lo mejor de sí mismos. Mencionábamos antes a Michael Keaton (no sólo el primer Batman cinematográfico, sino también el inolvidable Bitelchús), exquisito en el papel protagónico al marcarse una interpretación adorable, sutil, creíble y, por sobre todo, muy humana; pero sería imperdonable olvidarnos de Edward Norton, que a fuerza de reírse de sí mismo construye la caricatura más certera, hilarante y trágica del incombustible actor de método y mirada atormentada cuyas sucesivas mitificaciones han hecho del cine lo que es. Muy censurable sería también no reseñar el trabajo de Emma Stone, por fin habiendo encontrado un papel a la altura del talento que, entre papel de chica mona y papel de chica mona, se intuía y finalmente ha acabado por estallar, habiéndosele dedicado todo un espeluznante monólogo en primer plano para redondear la impresión.

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   El resto del equipo, que se compone entre otros de Zach Galifianakis (contenido, discreto y elegante), Naomi Watts y otros ilustres compañeros, no le anda a la zaga, aunque sí ha de lidiar con un tiempo en pantalla considerablemente menor que no le permite ni despuntar ni ofrecer un desarrollo satisfactorio (saliendo en esto bastante perjudicada la "amante" de Michael Keaton, que acaba siendo reducida a mero y desconcertante alivio cómico). Males menores, en fin, ya que el guión es por lo demás una pasada, apuntalado con un diálogo brillante y cáustico que no cesa y que lanza hostias a diestro y siniestro tanto al cine de superhéroes (apoyadas en referencias acaso demasiado específicas) como al espectáculo de la alta cultura, pareciendo Birdman que se instala con maliciosa comodidad entre las bambalinas de cualquier tipo de farándula para luego arremeter por sorpresa contra el existencialismo más amplio y terrorífico, y lanzar preguntas con sus correspondientes respuestas en forma de frases destinadas a adecentar los muros de Facebook. La obra de teatro que Michael Keaton se empeña en sacar adelante es una adaptación de un relato de Raymond Carver y se llama, de hecho, De qué hablamos cuando hablamos de amor, con el festín de paralelismos y epifanías correspondiente.
   De hecho también, el guión es tan ambicioso que la palabra "ridículo" no le asusta en absoluto, y va desarrollándose en apoteósico crescendo sin que vislumbremos nada parecido a un límite hasta que de pronto la película se acaba, y respiras extasiado, segurísimo de ese 10 que le vas a cascar en FilmAffinity en cuanto llegues a casa. Desgraciadamente, justo descubres que era un falso final, y que todavía quedan unos minutos para que Iñárritu se canse de trolearte con su diabólico juego de realidad y ficción y te deje ir.

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   Birdman es la película más rotunda, enérgica y admirable del cine en lo que va de siglo, pero eso no significa que sea una película redonda, ni por asomo. Los últimos minutos de la proyección no sólo casi estropean ese contundente final, sino que además son un canto a la más enervante autocomplacencia (con tanto plano secuencia era cuestión de tiempo, por otra parte), y pecan de reiterativos, arrojando al cabo la impresión de que sí joder, la verdad es que Birdman, temiendo tanta inesperada ignorancia, ha acabado por dártelo todo bastante mascadito. En éstas, y supongo que es SPOILER, ¿realmente era necesario que dos personajes en dos ocasiones distintas le leyeran la cartilla a los críticos culturales? Que sí, que son, (¿somos?) alimañas, unos pobres infelices, pero Ratatouille ya lo dijo antes con muchísima más elegancia, tacto y subtexto. Parece que a Iñárritu le da tanto repelús el cine de Hollywood que ha olvidado que la mayoría de las cuestiones vitales ya han sido inmejorablemente presentadas en las películas Disney.
   Pegas aparte, convengamos en que lo último de Alejandro González Iñárritu es una obra acojonante, y perezosamente convengamos también en que lo es sin paliativos. La música (minimalista y sublime), la puesta en escena, el endiablado ritmo, los actores, el negrísimo guión... Birdman es un logro total, y aunque se crea más compleja y rompedora de lo que es, y se pase de pretenciosa según qué momentos (luego dicen de Christopher Nolan, pero ya hay que tener huevos para encasquetarle a una obra un subtítulo así), confirma que el cine aún puede sorprender y maravillar, tal y como hacía antaño. Los planos secuencia ya no, esto es así, pero siempre podremos probar a apuntarnos a una carrera de verdad la próxima vez.

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